El cerdo fue introducido en España por los fenicios, utilizado para abastecer la despensa familiar, adquiriendo una gran importancia en la economía doméstica en forma de salazón.

Entraba el mes de noviembre y las chimeneas empezaban a humear. Al atardecer, con la caída del sol, cada casa lanzaba su columna de humo. El caldero, colgado en las llares, perfumaba las calles con ese olor tan familiar a nabiza cocida.

Octubre y noviembre eran los meses de engorde del cerdo, destinado a la matanza, está próximo San Martin, que marca el inicio de las mismas[1].

Durante la primavera, ya se había hecho el acopio de la leña necesaria para la temporada y se había recogido leña gorda destinada a esos días de mayor consumo.

Con la llegada de lluvias se inicia la época de molienda. En los molinos  del pueblo se molía para los animales. Posiblemente mucho tiempo antes también se aprovechase para preparar la harina de amasar. Mis recuerdos solo alcanzan a ir a moler con el carro a la molinera de Corcovado, en Cerezal de Aliste.  Cogíamos el carro, con tres o cuatro costales, por la actual carretera, hasta el alto de Cerezal, donde salía un camino a la derecha que nos llevaba a esta Molinera. Ya era un molino más preparado y dejaba la harina más fina.

El molino de Corcovado tuvo varias denominaciones: Venta los Huevos, el Molino de los huevos y enfrente debió haber en algún momento una venta, conocida por Venta el Molino.

Recuerdo mis primeras matanzas, de la época en que se amasaba en casa, allá por 1960. El ceremonial experimentó un ligero cambio cuando Antonio abrió la primera panadería. Hacía ya un mes que se había decidido la fecha aproximada de la matanza, aunque ello podría variar en función del tiempo. Si llegaban las lluvias la matanza se retrasaba unos días, a la espera de un tiempo seco y frio.

Se hablaba con la abuela para ver qué día se podía amasar y en función de ello se iban quemando etapas. El día antes se iba a por la leña para el horno, normalmente eran piornos, escoba, jara y alguna carquesa. En este caso se iba al monte de Retalamide, al margen derecho del regato. Con cuidado se arrancaban aquellos piornos que pinchaban como demonios. Se preparaba la carga y para casa. Allí quedaban, en medio del corral, a la espera del día siguiente.

Se preparaba la masa  y la dejaban durmiendo (fermentando) en la artesa dos horas. Mientras,  se va calentando el horno,  se introducen los piornos, presionando un poco y se le prende fuego, poco a poco se va alimentando hasta que los adobes adquieren el calor necesario para cocer el pan.  Mientras, las mujeres, sobre un tablero de madera, van cortando la masa y formando el pan.  Son hogazas de dos kilos aproximadamente y se guarda  hurmiento para fermentar la próxima masa.

Cuando se estima que el horno ha alcanzado la temperatura adecuada, se coloca un poco de leña más gorda, para que se mantenga el calor, se recogen hacia un lado  los restos de la quema y se  va colocando, con mucha delicadeza, las hogazas, ayudados con la pala de amasar (pala con un largo mango que permite llegar hasta el fondo del horno sin tener que acercarse mucho). A continuación se tapa el horno y a esperar.

Cuando se amasaba después de las matanzas había costumbre de hacer un pan preñao (un pequeño pan, como de un kilo, en el que se introducían unas rodajas de chorizo y algo de panceta.

Señalada la fecha de la matanza, se les comunicaba a los invitados (familiares y vecinos a los que hubiera que pedir ayuda). Un par de días antes se ponían de remojo las manitas y la orejas de cerdo (secas). La noche anterior se dedica a migar sopas (se llenaban un par de barreños para hacer las morcillas y los torrejones), pelar ajos, se prepara el pimentón, se afilan los cuchillos y se preparan los barreños y artesas.

Aquella noche, al cerdo ya no se le echaba de cenar, para que tuviera las tripas vacías.

Por fin, ha llegado el momento. Antes de que amanezca, van llegando los invitados, a los que se le recibe con un trago de aguardiente y unas galletas de coco, muy propio para entrar en calor. En unos minutos todos se ponen manos a la obra. Cada uno sabe muy bien cuál es su papel.  Generalmente el dueño de la casa abre la pocilga y cuando sale el cerdo le mete la cuerda en la boca, para sujetarle por el morro (a veces había que entrar dentro para atarle. En estos momentos, el cerdo  lanza unos fuertes gruñidos que auguran su sufrimiento.  Unas veces en mitad del corral, otras en mitad de la calle, el tajo espera al animal, no muy lejos vemos el encaño y las ataderas (se hacían con el centeno y se utilizaban para atar los haces en verano).

Arrimando el pote

Sobre la lumbre, con abundante brasa y unos maderos ardiendo, se van colocando los potes. En un pote grande se colocan las patas y las orejas que se tenían a remojo. Poco a poco van llegando otros dos o tres más.

Agarrados al cochino, unos al rabo, otros a las patas le arrastran hasta el tajo, mientras el pobre animal sigue lanzando gruñidos. Le tumban sobre el tajo y le inmovilizan, sujetando  con cuerdas la cabeza y las patas al madero. Hay un momento que el cerdo calla. Preparado el matarife y la señora con el barreño, se procede a dar muerte al cerdo. Es el momento que los gruñidos se escuchan en todo el pueblo. Si el matarife es bueno, es un proceso que tarda dos o tres minutos. Son momentos de concentración pues el cerdo trata de defenderse con todas sus fuerzas y son animales con un peso aproximado entre 150 y 200 kg.  En estos momentos lo importante es el acierto del matarife, que encuentre a la primera el corazón del animal y que sangre bien. A veces el matarife no acertaba y tenía que pincharle varias veces, prolongando la agonía al animal. Las mujeres recogían la sangre en barreños de barro y ser utilizado en diversos productos.

Manos a la obra

Hoy día, la matanza tradicional, como algunos la conocimos, no podría celebrarse.  El sufrimiento del animal no está permitido. El animal debe ser trasladado al matadero, donde es sacrificado por medios más ortodoxos.

Las mujeres retiran los barreños de sangre y vuelcan la mayor parte sobre las migas de pan destinadas a las morcillas, se reserva una parte para la chanfaina y para cocinar el hígado y los bofes.

Mientras los hombres, con cuidado de no golpear al animal, lo bajan a tierra, colocándole sobre sus patas abiertas,  le colocan una piedra en la boca y le van cubriendo su cuerpo con las ataderas. Se inicia la fiesta de los niños. Uno de ellos se acerca a la cocina, coge una brasa o palo con llama y prende fuego a las ataderas, comenzando el chamuscado del cerdo.  A medida que se van consumiendo las ataderas, los hombre cogen un puñado de las pajas del encaño de centeno y van quemando los restos de cerdas de las orejas y alrededores. Alguno de los asistentes le corta un trozo del rabo y se lo da al niño para que vaya asarlo y se lo coma. Se cepilla el cerdo para comprobar que ha quedado chamuscado y limpio y se le da la vuelta patas arriba, sujetándole en esta posición con un par de piedras colocada a cada lado, procediendo de igual manera. Con las pajas de centeno (encaño) van aplicando calor a las patas.  Cuando ya están bastante calientes, se coge el cascañeto  con la mano y retorciendo un poco se retira de la pata.

Finalizada la fase del chamuscado, bien cepillado el animal, se procede a subirle de nuevo al tajo, donde se aplica un lavado, frotándole con un corcho para dejar la piel lo más limpia posible.

Encaño

Colocado con las patas hacia arriba, las participes sujetan las patas hacia afuera. El matarife, con un cuchillo afilado, va abriendo el cerdo de arriba hasta abajo, que ayudado por los participe, va dejando al descubierto el estómago. Las mujeres se acercan con el artesón para recoger el hígado y las tripas.

Vaciado el animal se retiran con el artesón y procede al desgrasado de las tripas y a separar  el hígado y asadura. Mientras, los hombres continúan su trabajo, lavando el interior del cerdo y colocándole sobre una escalera, bien sujetas las patas de atrás para evitar que se pueda caer. También se  le sujetan  las patas delanteras, tratando de dejarle lo más abierto posible. Se traslada al interior, lejos de perros y gatos, colocándole en posición vertical, que le permita sacar los mantos de manteca. Colocado un palo de lado a lado de la barriga, los mantos  se descuelgan sobre el mismo.

Llega el momento esperado para los más pequeños; alrededor del artesón, esperan a ver si consiguen que le regalen la vejiga. La solían llenar de aire, ayudados por una paja de centeno, para jugar  al balón en la calle, en aquellos tiempos casi siempre embarrada.

Es el momento en que el veterinario recoge las muestras para proceder a su análisis, o bien uno de los asistentes se las acerca.

Son como las 10:00 de la mañana. Ha llegado la hora del almuerzo y la señora había preparado una cazuela de sopas de ajo. En ese momento de respiro, aprovecha para llamar “a la mesaaa”. Los invitados van tomando asiento y en medio de una charla distendida, colocan la cazuela y las cucharas en el centro. El señor trae una jarra de vino.  A la voz de “ala vamos” cogen su cuchara y van alargando el brazo. Las sopas están un poco alegres, pero están calientes y se dejan comer. Después de una pequeña sobremesa, cada uno vuelve a sus tareas particulares.

Mientras, los hombres, han ido a atender sus animales[2]. Le han echado una postura y deberán conformarse hasta la tarde que les puedan sacar un rato.

Las mujeres continúan separando las tripas y quitándole las grasas, preparándolas  para ir a lavarlas al arroyo, tarea que concluirán, si fuera necesario, después de comer. Ayudadas por la corriente de las aguas, parece que iba más rápido.

Sobre las 14:00 horas, la cocinera ha preparado un cocido, con todo los huesos y patas que habían metido de ablando el día anterior (comida típica de este día) y ha llamado a comer.  Los invitados van llegando y toman sitio alrededor de la mesa. En el centro, una gran cazuela de  barro, con la típica sopa de fideo y un puñado de cucharas al lado, despiertan el  instinto.  A la voz de ¡vamos¡ cada uno coge su cuchara y van cogiendo del plato, sin agobios, pero sin entretenerse. Sobre la mesa  hay un jarra  grande de barro, llena de vino.   De poco en poco pasa la ronda. Si alguno quiere saltarse la roda, ahí está el dueño de la casa para decir: ¡vamos hombre, anímate y echa un trago¡

A continuación, acercan una fuente con los garbanzos y otra con los huesos de espinazo, manos de cerdo, tocino y algo de chorizo. Así, entre ronda y comentario, van llenando la tripa, hasta quedar satisfechos.

Sin mucho tiempo que perder, puesto que anochece enseguida, es el momento de lavar las tripas. Las mujeres cogen los artesones llenos de tripas y buscan un lugar en el arroyo, la corriente del agua ayudará al vaciado de las tripas y limpieza de las mismas. El frio dificulta enormemente estos trabajos, las manos se quedan heladas y hay que agilizar.  Como una hora más tarde, las mujeres regresan muertas de frio. Sobre el fuego hay un puchero  de vino con azúcar, caliente. Es necesario poner una chamardilla para que entren en calor, mientras toman su traguito de vino.

Las mujeres continúan su trabajo. Colocadas en la parte trasera de la cocina le dan vueltas al mondongo. Añaden el azúcar que estiman necesario se empieza con las morcillas. Van cogiendo las tripas gordas, las cortan a la medida y van atando una a una por un lado, dejando la cuerda larga para poder colgarlas. Luego, colocada una mujer a cada lado del barreño del mondongo, una va llenando la tripa y las otra las ata, colocándoles en otro barreño.

El mondongo y las morcillas.

Mientras tanto, hombres y niños dedican un par de horas a sus ganados. Los que tienen vacas, mulas o burros terminan pronto. Los que tienen ovejas, necesitan más tiempo; el chico las saca a pastar un poco por la cortina y las llevan a beber agua al Rodillón; el padre le pone un poco de pienso y paja en la pesebrera y atiende al resto de hacienda.

Al atardecer, los niños se reúnen a la puerta, dispuestos para preparar en la calle su lumbre ([3]lumbre de renta). Entre todos recogen un poco de leña (de los cabañales del barrio)  y se calientan a su alrededor. Esta lumbre dura hasta que los padres llaman para cenar, momento que se van dispersando.

El hombre, atendidas sus obligaciones, llega a casa y coloca unos troncos sobre la lumbre. Es necesario un gran fuego. Sobre el mismo, colgado de las llares cuelga la caldera de cobre, con tres cuartos de agua. Mientras el agua empieza a hervir, prepara un palo de unos 70 cm. Y un grosor que aguante 4 o 6 morcillas. En la parte de atrás, sobre unas pajas de encaño se irán colocando las morcillas cocidas.  Cuando el agua hierve  cuelga las morcillas del palo y las introduce en la caldera, entrecociéndolas durante unos minutos, luego las coloca suavemente sobre unos manojos de encaño (gavilla de centeno), para que vayan enfriando, repitiendo este proceso hasta terminar la tarea [4].

Al día siguiente, ya habrá algún palo en la cocina esperando, donde colgamos las morcillas.

Otra de las mujeres de la casa se encarga de la cena. Este día se suele hacer judías blancas. Sobre ese pote grande, se vuelca una fuente de alubias blancas que estaban de remojo, se arrima al fuego y a dejarle hervir a fuego lento, sin dejar apagar el fuego.  Se terminaba el guiso con un refrito que se le echaba por encima. También se pasaba por la sartén un poco de mondongo, para que los invitados lo probasen.  Recuerdo que había un chico de ciudad, que cuando iba de vacaciones y le invitaban a cenar, siempre pedía que le hiciesen el plato de judías.

Después de un buen rato de sobremesa, de historias y cuentos, que los niños escuchábamos con atención y alguna partida de cartas, llegaba la hora irse cada uno a su casa. Nos costaba admitir que terminase el momento cuando estaba más interesante.

Al día siguiente, en torno a las 9:30 llegan de nuevo los invitados, que a su vez son agasajados con el típico trago de aguardiente. También se les ofrece una taza de café con leche. A renglón seguido se dan comienzo a las tareas.

Los hombres, van desatando las patas delanteras del cerdo y aflojando lentamente la cuerda que le sujeta a la escalera, le van colocando sobre el tajo, con las patas hacia arriba.  Cada uno sujeta una pata, el más hábil, con el hacha empieza a sacar el espinazo, cortando las costillas con cuidado de no dañar los lomos.  Mientras, otro va separando la cabeza, a la altura de las paletillas.  Luego, con cuidado, sacan los lomos y terminan separando el cerdo por la mitad. Hay que meter la pierna y sujetar bien para que no se vaya al suelo.

A partir de aquí, se pasa medio cerdo a otro tajo y se reparte el personal. Con mimo, se sacan los jamones, en este momento no es necesario recortarles mucho tocino, cosa que se echaría en falta al echarles en sal.  Se cuelgan sobre algún palo clavado en la pared. A continuación las paletillas, siguiendo el mismo proceso. Poco a poco vamos viendo el escaparate de jamones, paletillas, costillas, etc.  Continúa el despiece de las carnes, que se van echando al artesón, donde la mujeres le van quitando los excesos de grasa, a la vez que la van clasificando.

Finaliza el despiece colocando la cabeza encima del tajo, realizan un corte desde atrás hacia el morro y con paciencia separan, las dos piezas laterales: el morro, la orejas y la papada.  Retiran la lengua y los sesos, que recogidos en una pequeña cazuela son entregados a la señora. Se remata cortando la parte ósea  cabeza en varios trozos.

Llega la hora de tomar algo caliente y no sé si es porque es típico o porque no habría otra cosa, nos espera la cazuela de chanfaina, siempre un poco alegre, para animarse con la jarra de barro. Siempre hay alguno que no le pone buena cara: ¡joo¡, están buenas, pásame la jarra¡ Hay que rebajar un poco  el sudor que despiertan. Aún así, un par de vueltas a la jarra y la señora retira la cazuela.

A continuación un guiso de pimientos, hígado, bofes y  sangre, para animar a escurrir la jarra y poner fin a la conversación. Lo importante es sentarse un poco relajados. Para los niños, cualquier momento que se sentasen varios mayores, le parecía interesante.

No se puede olvidar la cata de los productos de la matanza, con la que se agasajaba a los vecinos. Era una tradición, pasarles algo a los cuatro cinco vecinos más relacionados.

Tras una sobremesa no muy prolongada, van volviendo a la tarea. Las mujeres siguen limpiando las carnes y los hombres, sentados alrededor de  barreños y artesones,  empiezan a picar las carnes.  Esta tarea, que antes ocupaba a todos los invitados durante algo más de dos horas, ahora se hace con máquinas, permitía que alguno te fuera soltando alguna chicha para la lumbre. Se trata de un trozo de carne, con cortes transversales que se colocaba en la brasa, con un poco de sal gorda. Luego, cortada en trozos y acompañada  por un pucherito de vino caliente con azúcar, se iba pasando a los que estaban picando.

Guardo un grato recuerdo de ese momento, que he intentado explicar a mis pequeños.  He visto disfrutar a mi nieta con una rodaja de lomo, asado a la lumbre, cortada con la navaja, sobre una rebanada de pan. No será solamente el ceremonial de la tenaza, la brasa, la ceniza, también la navaja y el jugo que queda sobre el pan, que continúa comiendo después de haber terminado la carne.

Terminado el despiece del animal y picada la carne, mientras las mujeres preparan el adobo  y lo mueven bien, para que vaya cogiendo la sal y el pimentón, alguno de los invitados aprovecha para ir hasta casa. Se va adobando los lomos, las costillas, el espinazo, la panceta y los huesos del botillo”.

Hoy, tienen un par de horas libres, pueden sacar un rato  para atender a los animales. Al chico le han mandado sacar las ovejas hasta la cortina de las Huelgas. La tarde está fría y aprovecha para coger cuatro porros y hacer una lumbre. Atizando con un palo se le pasa el rato. El padre le espera echando un pienso.

Terminadas las tareas del ganado, el señor llega a casa,  coloca sobre la lumbre cuatro palos gordos; hay que hacer una brasa potente para hacer la manteca. Entre tanto, va picando los mantos de manteca en la caldera de cobre, luego la cuelga sobre las llares y va moviendo poco a poco, con un largo cucharon de madera, hasta que se va deshaciendo. En ese momento, se lavan unas manzanas, se le hacen unos cortes  y se echan a la caldera para que se frían, se sacan al plato y se les espolvorea un poco  azúcar. Cortadas en trozos se pasa a los presentes para que prueben.

Desecha la manteca, con un cazo se va sacando, poco a poco, a las ollas. Al final, quedará solamente en la caldera los llamados chichos, ya muy escurridos.  Es el momento de  volcar el pan migado, para hacer los torrejones. Con el cucharon de madera, sigue dando vueltas, hasta que el pan va empapando la grasa, luego, le echa  el azúcar en la medida que a cada uno le gusta y cuando está bien mezclado y desecho el azúcar, se prueba y con el visto bueno de la señora, retira la caldera. Allí estábamos todos los pequeños, esperando el momento para hacer la cata y  allí estaba la abuela para para soltar la frase: “no comais mucho, que caliente os puede hacer daño”.

Los adornos de navidad

Es la hora de cenar, la señora ha preparado una cazuela de sopas de ajo (como decían antes, “haz unas sopas para calentar las tripas”). Al otro lado de la cocina, en una sartén grande, con tres largas patas, se van friendo unas chichas adobadas (de las preparadas para hacer el chorizo). Para terminar la cena, se prueban los torrejones. Hoy la sobremesa será un poco más larga, la matanza ya se da por terminada.  Al día siguiente, ya se requiere menos gente para hacer los chorizos, se van haciendo poco a poco y si queda algo se terminará por la noche. Que satisfacción ver aquellos chorizos largos, que con cuidado  se va dando forma para colgar en los palos. Aquellas cocinas tan adornadas, con seis u ocho palos cargadas de chorizos, costillas y botillos. Sobre la chimenea tres palos, de los cuales colgaban las morcillas. Unos días más tarde la decoración se completará con las “hojas de tocino”, jamones y paletillas que se habían mantenido tomando la sal.

Recuerdo, que unos días después, por la mañana, la madre cortaba la cuerda de la morcilla y la echaba al pote, para cocerla.  Luego,  se pone sobre una trébede en la brasa, se tuesta la piel de la morcilla, se cortaba en trozos  y se repartía para toda la familia. También aquel chorizo tierno, se asaba a la lumbre, envuelto en un trozo de papel de estraza, para que no se manchara de ceniza. 

Aquel trocito de panceta que te metía tu madre en la talega, cuando te mandaba de pastor. Aquella tranquilidad con que hacías la lumbre y lo asabas, el olor que desprendía … Sabores de ayer, hoy irrepetibles.

Por otra parte, en las familias más pudientes, se podían matar varios cerdos, o bien, realizar una matanza a principios de invierno y otra al final.  En todo caso el cerdo como  gobernador de la casa, habría que estirarlo para todo el año. Recuerdo como guardaban el chorizo en una olla y sacaban un poco en los días de siega o en la metida de costales de grano, que llamaban, sobre todo si necesitaban ayuda para esos días.


[1] Existe algún dicho, como: * a cada cerdo le llega su San Martín; * por San Martín deja el cerdo de gruñir; * por San Martino, prueba el vino y el cochino; * no llenarás la panza, si no tienes matanza o al oro y al cebón, nadie le pide afiliación.

[2] Había un dicho referido a la atención de los animales: “el que tenga hacienda que la atienda y si no que la venda”.

[3] Había un dicho que decía ”Lumbre de renta, el que no apaña porros no se calienta”. Traducido quería decir que entre todos recogen un poco de leña (de los cabañales del barrio)  y se calientan a su alrededor.

[4] Trece morcillas tiene un cerdo, ni te las doy ni te las cuento.


Categorías: Historia

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